Cuando alguien fallece,
los seres humanos pensamos en la forma en que se van a distribuir los bienes
físicos de esa persona, sin embargo, nuestros viejos siempre nos indicaron que
la mejor herencia que podían dejar a sus hijos y nietos era un buen nombre. El
recuerdo de alguien que jamás le hizo daño a otra persona, y que además tuvo
una vida productiva, en la cual dejó huella en aquéllos que tuvieron la dicha
de cruzar sus caminos.
Sé que todos los días
mueren seres humanos de los cuales la mejor descripción que puede hacerse es
que fue un hombre bueno, un hombre decente. O una mujer buena y decente. Sin embargo, a veces nos enteramos del
fallecimiento de alguien que cuando nuestras vidas se cruzaron, dejó huella
profunda y duradera, aunque haya compartido unas cuantas palabras en una
adolescencia lejana, o en una niñez aún más lejana.
Esas despedidas siempre
son tristes, pues a pesar de la confianza en que aquéllos que se adelantan en
el camino al más allá tendrán una vida más gloriosa y cercana a Dios, la pena
de la lejanía y la ausencia siempre dejan una marca imborrable, primero de
dolor y posteriormente de nostalgia y de pena, porque conforme pasan los años,
mientras más maduramos, mientras más caminamos por la vida, más valoramos a aquéllos
que sabemos fueron buenos.
Quizá para muchos decir
que alguien fue bueno, sea muy poco, sin embargo, es muy difícil encontrar
personas de las cuales se pueda decir ¨fue una buena persona¨, porque la
extensión y profundidad de ese adjetivo ¨bueno¨, va más allá de una descripción
impersonal. Un hombre bueno, es alguien
que con virtudes y defectos, siempre tuvo en su alma y corazón una palabra
amable, un gesto alegre, un buen consejo, una caricia al corazón cuando más se
necesitaba, un tocar el alma de quien estaba cerca. Así, describir como un buen hombre o mujer a
alguien ya no resulta tan sencillo.
Las actitudes de
competencia, las envidias, los celos, que mostramos en la lucha cotidiana hacen
que se pierda el adjetivo de ¨bueno¨, y se adquieran otros, como el de
eficiente, triunfador, o incluso perseverante, ingenioso, envidioso, celoso,
etc., adjetivos todos que sustituyen al
único que vale la pena conservar.
Hoy reflexioné mucho
sobre los hombres y mujeres buenos que he conocido, y sin querer llegaron a mi
mente tres personas, de entre muchas con las que he tenido el privilegio de
convivir alguna vez en la vida.
Desgraciadamente ninguno de ellos sigue entre nosotros, y gracias a Dios,
ya se encuentran en su presencia.
El primero en quien pensé, que fue quien
motivó esta reflexión que comparto contigo, es Don José Luis Pérez Urrestarazu,
a quien poco traté, pero siempre me dejó el sabor de boca de un hombre
irreprochablemente bueno, en toda la extensión de la palabra.
El segundo en quien
pensé fue en un tío muy querido a quien traté mucho y dejó onda huella en mi
forma de ser y pensar, Don Jorge Nemi. Y
el tercero curiosamente es otro Jorge, Don Jorge Simón, quien siempre se mostró
también como un hombre bueno en toda la extensión de la palabra.
No se valdría mencionar
parientes más cercanos, y mientras escribo, me surgen más y más nombres de
hombres y mujeres que merecen el calificativo de buenos, y a quienes tuve el
privilegio de tratar una o muchas veces, pero a fin de cuentas, creo que lo más
importante, es el legado de cada uno de ellos, en su estilo, en su
circunstancia, en su momento. Un legado
de actitud positiva ante la vida, un ejemplo para sus hijos, un orgullo para
sus esposas y padres, y sobre todo, el gran contrapeso que la bondad y el amor
hacen día con día, al mal que también y por desgracia abunda en nuestro mundo.
Convencido estoy de que
si a algo aspiro, y si algo deseo que se comente una vez que yo ya no esté en
el mundo de los vivos, es lo que yo considero el mejor halago, pues también
significa que valió la pena vivir la vida, pues se hizo buen uso de ella.
Espero que se diga que yo fui un buen hombre, y esa será la mejor
herencia que podré dejarle a mis hijos, y mi mejor manera de trascender.
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