Cosas Pequeñas
“La Inmortalidad es el Juicio Eterno.”
Milan Kundera.
“Todo comenzó hace siete millones de años, cuando algunos monos se sintieron obligados a correr sobre dos patas. En los siguientes cinco millones de años, esos simios bípedos se ramificaron en muchas especies distintas. Una de ellas continuó su camino en dirección al hombre: desde hace alrededor de dos millones de años fue desarrollando un cerebro cada vez más grande, lo que la llevó a ser capaz de utilizar herramientas y desarrollar el lenguaje, y hace unos cien mil años se puso manos a la obra en la tarea de desarrollar una cultura diversa, la cual serviría para llegar, después de pasar por los griegos, hace tres mil años, y luego por la Ilustración, hace unos trescientos, a la ciencia moderna. De modo que el hombre pudo volver su mirada hacia el pasado, para encontrar allí, sobre todo, piedras y huesos que podían ser analizados y a partir de los cuales podían urdirse varias teorías”.
Es un hecho irrefutable, incluso para los más escépticos, que los humanos no hemos estado siempre sobre el planeta, que la invitación a la fiesta de la vida nos llegó --por unas o por otras razones-- cuándo ésta tenía ya mucho tiempo de empezada y también lo es que de repente nos volvimos los protagonistas, los dueños de la pachanga... o al menos eso creemos.
Dicen los expertos que la “forma moderna del Homo sapiens surgió muy probablemente hace entre cien mil y ciento cuarenta mil años en África” y que “un análisis de las mitocondrias que se heredan exclusivamente por vía materna, apoya la suposición de que todos provenimos de una misma mujer africana: la llamada Eva mitocondrial, la cual debe haber vivido hace unos ciento setenta mil años”.
En otras palabras: todos somos primos... por lo menos.
Si la ciencia ya está en capacidad de probar que nuestra llegada a casa es recientísima en términos biológicos y muchísimo más --apenas un pequeño suspiro-- si se mide a partir de la edad geológica de la Tierra (estimada en 4’540 millones de años) y si también sabemos que nuestra casa común, este pequeño planeta azul, depende íntegramente de una estrella (el Sol) que se encuentra exactamente a la mitad de su vida, es un hecho cierto, también, que nada nos garantiza la estancia a perpetuidad, como en cambio sí pueden hacerlo los vendedores de fosas en los panteones (y eso, sólo en algunos, aunque luego acaben cambiando a los pobres muertos de lugar).
Upps. Si el contrato terrícola de arrendamiento se nos vence dentro de cinco mil millones de años y es absolutamente improrrogable, ¿qué vamos a hacer?
Y tenemos otro pequeño problema: dicen que hacemos demasiado relajo, que nos estamos consumiendo las botanas y las bebidas, que ensuciamos mucho, que no damos tiempo para recoger las basuras ni sacudir el polvo, que nuestro ruido es excesivo, que estamos causando daños irreparables al local, que cada vez llegan más invitados y la comida y la bebida empiezan a escasear.
Pero la pachanga no deja de ser sabrosa y nos gustaría quedarnos el mayor tiempo posible. Algunos quisieran quedarse en la Tierra por siempre. Dice nítidamente Savater: “La mayor parte de nuestros deseos más imperiosos están destinados a evitar, aplazar o conjurar la muerte (la nuestra o la de quienes nos son queridos). Visto desde nuestra actual condición, nos parece que si fuésemos inmortales no sabríamos ya que más querer. Conocer nuestra mortalidad no consiste meramente en anticipar nuestro cese, así como el de todos y todo lo que apreciamos: sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición.”
Y continúa: “Lo más grave no es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido. Una vez nacidos, una vez roto el vínculo con nuestros padres que cuidaron de nosotros durante un período psicológicamente largo y decisivo (Freud lo describió muy bien, incluso en su vinculación neurótica con la religión), sólo el amor en lo personal y el reconocimiento público en lo social mantienen la ilusión de que no estamos perdidos del todo: más tarde llega la muerte e intuimos que nadie volverá a recogernos jamás.”
Con todo y todo, pareciera que vamos en el camino: si evaluamos la esperanza de vida al nacer, que es la cifra que resulta de calcular el promedio de años que viviría un determinado grupo de individuos si los movimientos en su tasa de mortalidad fueran constantes, nos damos cuenta de que hay un incremento sustantivo en los mismos. De acuerdo con las evaluaciones demográficas, durante el Paleolítico Superior la esperanza de vida media al nacer (EVM) era de 33 años; de 20 en el Neolítico, de 35 en la Edad de Bronce, de 28 en la Grecia Clásica y la Antigua Roma, de 25 a 30 en la América prehispánica, de 20 en el Califato Islámico Medieval, de 30 en la Gran Bretaña de la Edad Media, de 30 a 40 años al inicio del Siglo XIX, de 50 a 65 al inicio del Siglo XX y de 67.2 años de EVM como promedio para todo el mundo en 2009.
De acuerdo con datos de Banco Mundial, la EVM para México en 2010 era ya de 76.68 años. Pero según el gobierno mexicano el escenario es más promisorio, de acuerdo con lo señalado por el Secretario de Salud del Gobierno Federal: “De aprovechar los avances de la ciencia médica y trabajar sobre la prevención y disminución de riesgos de enfermedades crónicas no transmisibles, será posible incrementar la esperanza de vida al nacer de casi 77 años que se tiene en la actualidad, a alrededor de 100 dentro de una década, aseguró el Secretario de Salud, Salomón Chertorivski Woldenberg. Y es que el desarrollo de las células progenitoras promete no sólo trasplante de médula ósea, sino órganos y tejidos, ejemplificó Chertorivski Woldenberg... La esperanza de vida al nacer para los mexicanos es de 76.9 años, pero con retos sin precedentes, porque si bien el sistema de salud se construyó para curar enfermedades infecciosas, en la actualidad la epidemiología es diferente porque siete de cada 10 fallece por enfermedades crónicas no transmisibles, la mayoría prevenibles o postergables, y la primera causa de muerte entre jóvenes y niños de cinco a 29 años son los accidentes viales, precisó. Al cambio epidemiológico se suma el demográfico, en el cual la media de edad de la población mexicana es de 26 años y sólo 9% tiene más de 60 años; no obstante, en 2040 uno de cada cuatro mexicanos estará en la sexta década de la vida.”
Si estamos en el camino de vivir para siempre, la pregunta que sigue es, ¿para qué?, ¿vale la pena?
La Botica.- Son tiempos revueltos, también es un hecho cierto. Cambian en el orbe --y más en nuestra aldea-- las maneras de relacionarnos, de convivir, de entendernos y hasta de [des] encontrarnos. ¿Quién posee la satisfacción plena?, ¿quién no lleva a cuestas su propio pliego de agravios? Las necesidades y los intereses se entreveran y las relaciones se [re] definen en un flujo constante e irrepetible, que no cesa... no cesa. Incertidumbre es signo del tiempo. En medio de todo, es remanso, es oasis generoso, encontrase con un abrazo solidario y una brizna --en mi caso muchas-- de comprensión. Gracias, muchas gracias. Suscribo con Edith Piaff: C'est payé, balayé, oublié.
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