México se está convirtiendo a pasos
agigantados en el imperio del Mal. Un país bárbaro, sin leyes, sin
instituciones, con un gobierno represor, un pueblo indefenso y una enorme
cantidad de tribus bárbaras abusando de los indefensos ciudadanos. Tal como vemos en las películas apocalípticas,
estamos viendo la realidad. Ahora todavía disfrazada por la buena voluntad de
tantos buenos mexicanos, pero que poco a poco, esa realidad se deteriora un
poco más, sin que sepamos como modificarla para bien.
Pensamos que la responsabilidad es de las
autoridades, de las fuerzas de seguridad, de los que se portan mal, de los
gringos que no nos sacan del subdesarrollo (como si fuera obligación de ellos).
Decimos que esto se genera por la situación económica mundial, por el tráfico
de armas, por el consumo de drogas, por lo que usted guste y mande, pero la
realidad nos alcanza a todos, y en manos de todos está la solución.
Si seguimos esperando que otros resuelvan
nuestros problemas, vamos a acabar en una película de destrucción masiva, a
escala individual. Los mexicanos somos apáticos, apolíticos, y sobre todo,
mostramos un brutal desinterés por los asuntos que nos atañen a todos. Tan acostumbrados estamos a que el tlatoani
tome las decisiones, que no entendemos que hoy no hay tlatoani que pueda
resolver este problema si no nos involucramos todos.
Incluso, deberíamos de involucrarnos para
decirle al tlatoani municipal, estatal o federal, que las cosas no marchan como
deben, y que ya estamos hartos. Porque ellos ya saben que no marchan bien las
cosas, pero como nadie exige ni reclama, ellos siguen muy felices.
Una manera de demostrar nuestra
inconformidad es el voto, pero no resulta suficiente. Usted podrá ver que en la zona centro del
estado, se votó en contra del gobierno estatal en turno, pero eso no ha servido
de nada. No ha habido cambios en la actitud de Paco Portilla hacia la
población, y en Fortín, cambiaron presidente, pero los dineros siguen sin
aparecer, y mientras tanto, las carencias de la población aumentan.
Vemos actos públicos con muchas personas,
pero siempre son las mismas, haciendo los políticos un gran juego del Tio Lolo,
dónde ellos afirman que sus actos generan simpatía pública, y dónde los ávidos
lectores de noticias, observan fotos con llenos de gente, aunque siempre es la
misma, como dice un columnista de otro medio.
(La observación es suya y tengo que reconocerle su validez y autoría).
La sociedad teme expresarse. Se considera
al estado tan represor como los grupos criminales, y por lo tanto no se dice lo
que se piensa, en absoluta complicidad con lo que se hace mal. La única expresión se da en la soledad de las
urnas, pero eso no es suficiente. Con un
cambio de partido a nivel local o a nivel estatal (a nivel federal ya cambió),
no se va a lograr nada. La solución no
está en cambiar partidos, sino en elegir a los mejores, y sobre todo, elegir
nosotros, y no que nos impongan candidatos desde fuera, como pasó apenas en la
elección presidencial, en la cual tuvimos que escoger al que pensábamos menos
malo, entre tres malos candidatos.
Una vez que se tienen autoridades y no
solo municipales, sino de cualquier índole en el servicio público. Se debe
exigir que cumplan con su trabajo, pues para eso les paga el pueblo con sus
impuestos. Deben esas autoridades
funcionar correctamente o el pueblo debe exigir su renuncia, con los medios que
el propio ciudadano tiene a su alcance.
El problema es que el funcionario se siente empleado del gobernador, y
el ciudadano no se toma el tiempo necesario para exigir que el funcionario
cumpla su función. Una doble
complicidad en la cual ambos son responsables de lo que sucede.
El problema es que lo que está es muy
grave, y no sólo en el área de seguridad, sino en general en todo el tejido
social, cuya descomposición no augura más que problemas aún más graves, y
sufrimiento tanto para el funcionario simulador en su función, como para el
ciudadano apático que no toma en sus manos exigir atención a los problemas y
participar en su solución.
Si usted se queda callado, no tiene
derecho a quejarse cuando su nivel de vida sea aún más precario, o cuando sufra
en carne propia o ajena un golpe de la delincuencia o una desgracia que afecte
su salud.
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