Cosas Pequeñas
Cierto domingo por la tarde regresaba con mis papás de Potrero Nuevo hacia Córdoba; él conduciendo, ella de copiloto y yo en la parte posterior del coche. Volvíamos de una comida. Si lo recuerdo bien, había sido un mole por el cumpleaños de don Pepe Sosa, hermano de la añorada maestra Enriqueta, sobrina del general Antonio Portas y entrañable amiga de la familia.
Al entroncar con la carretera federal a Veracruz nos topamos de frente con un espantoso accidente que no tenía sino segundos de haber ocurrido. Un Volkswagen sedan, blanco --lo tengo grabado en la corteza cerebral--, la puerta del conductor abierta y éste en una posición imposible, con medio cuerpo dentro del auto y el pecho sobre el pavimento, rodeado de un gran charco de sangre.
Era yo un chamaco de ocho o nueve años de edad y no sé qué me fijó más al asiento, si el impacto que me causó el sangriento cuadro o la invectiva de mi papá para que no me moviera del coche hasta que él regresara. Recuerdo a mi mamá rezando y la cara de frustración de mi padre cuando volvió: no había nada qué hacer. Era la primera vez que veía la muerte de cerca, sin más explicación. Terminamos el viaje en silencio, salvo los murmullos de mi mamá que repetía una y otra vez: “no dejes en el desamparo a sus familias”, de lo que colijo que fueron dos o más los fallecidos, aunque yo sólo viera a uno de ellos.
Poco tiempo después la mamá de un estimado vecino de mi edad, compañero de juegos, decidió quitarse la vida en medio de un agudo cuadro de depresión. Recuerdo la cara de la señora en vida pero no la de él: no volví a verlo nunca más, dado que fue a vivir con algunos familiares. Ya en bachillerato, murió repentinamente una entrañable compañera. Su madre sabía que éramos buenos amigos y me pidió que cerrara su féretro, antes de salir al panteón. Me quedé petrificado pero no pude evitarlo y cumplí con la voluntad de la señora. Estaba maquillada, vestida con una túnica azul cielo como de virgen y parecía dormir plácidamente.
Con el tiempo la conciencia de la muerte se fue haciendo más persistente y mucho más cercana: mi abuela, mi primita, mis tíos, mi primo, mi otra prima, mi hermano, mis padres, Lupe mi tía/abuela/amiga cómplice. Ya perdí la cuenta. Pero hace poco, una parienta muy inteligente me llevó a la reflexión generacional: muertos nuestros viejos, somos nosotros --sus hijos-- los que pasamos a la vanguardia de quienes están, por razón fisiológica, por estadística y probabilidad, por sentido común, próximos al desenlace. Parece que seguimos en la lista. Y esto no es fatalismo ni depresión ni angustia: es un mero hecho natural.
Lo intuimos pero evitamos racionalizarlo, nos cuesta trabajo aceptar a la muerte como algo inevitable, consustancial a la vida. Y este rechazo es la explicación a muchas de las grandes obras del espíritu y de la inventiva humana: el deseo de trascender por encima de la sentencia sumarísima que pesa, inexcusablemente, sobre todos nosotros. De suerte que el rechazo a la idea de la muerte suele servir hasta como energía creativa, pero también --no hay que olvidarlo-- como negación de la realidad.
Conscientes o no, buscamos perpetuarnos de una u otra manera. Pero, como alguna vez se comentó en este espacio, los que filosofan sobre asuntos de biología dicen que, a fin de cuentas, una vez que los seres humanos nos hemos reproducido, queda cumplida nuestra única misión --fisiológica-- en la vida: replicarnos para garantizar la sobrevivencia de la especie, que no de los individuos. Según esa perspectiva, una vez que los cachorros son autosuficientes e independientes, lo que vivimos son horas extras, no más. Si esto es cierto, entonces también lo es que nuestra cultura busca darle más sentidos, justificaciones y propósitos a nuestra existencia, mucho más allá de sólo reproducirnos.
Insisto: el de morir es un asunto cuyo análisis generalmente se prefiere postergar. Este hecho se demuestra claramente si se analiza el número de personas que deliberadamente evitan hacer sus testamentos, que no desean acercarse a la muerte, no quieren tentarla (en ninguno de los sentidos de la palabra); mejor evitar esa realidad lacerante y dolorosa, “dejarla para después”, un poco meter la cabeza en el agujero. Y esto ocurre en buena parte de la gente “madura” y ya mayor: ¿para qué carambas invocar a la muerte? Y si se le agregan las supersticiones y los temas teológicos, el asunto se sigue complicando.
El otro extremo parece expresarse en el pesimismo intrínseco de la cultura egipcia: vivir para morir, destinar la existencia a la preparación de la inexistencia, aunque en realidad eso de la inexistencia es relativo, porque ya hace cuatro mil años los egipcios postulaban --creían en él-- el principio de la vida eterna, la vida después de la muerte, que es la esencia de todas las religiones. Debo aceptarlo: aunque son los menos, también hay gente en nuestros días, que no sólo compra por anticipado el terrenito en el cementerio, sino que paga hasta el cajón, además del café y las galletas que habrán de repartirse en el velorio.
De modo que frente al hecho inevitable, tenemos tres opciones: ignoramos palmariamente que vamos a morir, lo convertimos en una obsesión fatal por sí misma, que nos condena a no disfrutar la vida mientras dure, pensando sólo en la catástrofe final --al más puro estilo faraónico-- o le damos a nuestra existencia terrena un equilibrio que asuma objetivamente la realidad: al menos en esta dimensión y con estas características, somos temporales, lo que nos debiera llevar a aprovechar como Ferrusquilla, el tiempo que nos quede libre.
La conciencia de la muerte tendría que ayudar a que peleáramos menos, a acumular menos, a envidiar menos; finalmente, cualquier causa de celos, ambición o deseo por lo de otros también concluye con la muerte. El saber racionalmente que nuestra vida es finita motiva el que se aprenda a compartir, a ser tolerantes, a ser incluyentes, a prodigar amor, a buscar la disminución del sufrimiento propio y ajeno, a darle sentido a las cosas que podrían parecernos insustanciales --un paisaje, por ejemplo--, a disfrutar con intensidad los buenos momentos.
Una cosa es segura, además de la muerte anunciada: de nuestra forma de vivir depende, casi como ley universal, nuestra forma de morir. Y no me refiero a la manera específica, médica, en que nuestra existencia llegue a su fin sino a la conclusión --como actividad humana-- de nuestro paso por este mundo. Es verdad que las circunstancias suelen ser importantes, a veces determinantes, pero finalmente uno posee muchas opciones para decidir el rumbo de su vida y, por ende, el de la muerte. Quizá la mejor forma de expresarlo es la sobada pregunta: ¿cómo desea usted ser recordado (a)? Y a cualquier respuesta posible para esa pregunta, se suele responder con un axioma: vivir cada día como si fuera el último.
También está el caso --penosísimo-- de quienes muertos en vida, nunca entienden que la existencia es disfrutable, por encima de los resentimientos, las cicatrices y las ambiciones fallidas, que dar es mejor que recibir; son los pequeños demonios que están aquí para hacer el mal. Pobrecitos.
Yo me quedo con Gutiérrez Nájera: “Quiero morir cuando decline el día, en alta mar y con la cara al cielo, donde parezca sueño la agonía y el alma un ave que remonta el vuelo.” Pero a su tiempo, a su tiempo, por supuesto... que no tengo prisa, ninguna prisa.
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