Cosas Pequeñas
La idea no es mía, aunque la suscribo plenamente. No sólo por lo difícil del tema, sino porque no se vislumbran alternativas para solucionarlo. Del asunto se habla con insistencia; se vuelve trillado y repetitivo, yo mismo lo he abordado en varias ocasiones. Pero la cosa no cambia salvo para ponerse peor. Cada año hay unos cuatro millones de accidentes automovilísticos en México, desde leves e irrelevantes hasta gravísimos. Este pasmoso número tiende a crecer, considerando que en sólo cinco años -2004 a 2008- el parque vehicular de nuestro país aumentó 39.5 %. Pero el fondo no está propiamente en el número de accidentes viales, sino en las consecuencias de éstos.
De acuerdo con el Consejo Nacional para la Prevención de Accidentes (COEPRA), en México las lesiones, discapacidad y fallecimientos a causa de incidentes de tráfico cuestan al país más de 121 mil millones de pesos anuales (unos 9 mil millones de dólares), cantidad suficiente para alimentar correctamente durante un año a tres millones de niños. Y esta cifra no incluye los costos relativos a la pérdida de bienes materiales, privados y públicos ni los efectos en la productividad y en la vida cotidiana causados por la incapacidad y muerte de personas y la destrucción de activos.
Sólo en 2008 murieron 24,129 mexicanos, 7,269 atropellados y el resto a bordo de vehículos que se siniestraron. Lo más trágico de todo es que 8 mil de estos fallecidos tenían entre 15 y 29 años de edad, en plena edad productiva. Los estados más riesgosos para morir o sufrir una discapacidad a causa de accidentes viales -en función del número de habitantes y de siniestros- fueron Baja California Sur, Tabasco y Sonora; por contra, los menos peligrosos resultaron Chiapas, Baja California y Veracruz, en ese orden. México es una de las seis naciones del mundo más peligrosas en materia de accidentes de tráfico, por el número de casos y por las consecuencias de éstos.
Aunque parezca increíble, seis de cada diez percances mortales están relacionados con el consumo de alcohol y/o sustancias intoxicantes, 28% con el exceso de velocidad y el resto con factores de distracción. Objetivamente, todas esas muertes dolorosas y costosas, todas las vidas mutiladas y los sufrimientos permanentes, serían evitables.
La ley es clarísima, por lo menos en Veracruz. El artículo 276 del Código Penal dice: “Se impondrán de uno a tres años de prisión y multa de cien a quinientos días de salario, así como suspensión de derechos para conducir vehículos hasta por tres años a quien: I. Conduzca un vehículo con temeridad y ponga en peligro la vida, la salud personal o los bienes de alguien; o II. En estado de ebriedad con un nivel superior de 0.4 (cero punto cuatro) miligramos de alcohol en aire exhalado o 0.8 (cero punto ocho) gramos de alcohol en la sangre, o bajo el influjo de medicamentos sin prescripción médica, estupefacientes, psicotrópicos u otras sustancias tóxicas, maneje vehículos de motor. Si este delito se comete por conductores de vehículos de transporte de pasajeros, turismo o carga en cualquiera de las modalidades incluidos los de materiales, residuos, remanentes y desechos peligrosos, o de arrastre, independientemente del origen de la concesión o permiso para prestar el servicio, las sanciones serán de tres a nueve años de prisión, multa hasta de ochocientos días de salario y suspensión del derecho de conducir vehículos de motor hasta por otros siete años o privación definitiva del derecho de manejar, en caso de reincidencia.”
En pocas palabras, conducir en estado de ebriedad o bajo el influjo de estupefacientes es un delito y si alguien resulta muerto o lesionado debido a la intoxicación de quien conduce un vehículo, la pena se puede incrementar hasta en veinte años de cárcel. Pero los hechos demuestran que este dispositivo legal no sirve de nada. La gente sigue conduciendo borracha o drogada. Y, ya por la corrupción del sistema, ya porque las autoridades opten por sanciones administrativas, son casi inexistentes los casos de personas a las que se consigne penalmente por manejar intoxicadas.
Incluso hay quienes cuestionan la legalidad de los operativos que aplican mediciones de alcoholemia y afirman que, siendo ilegales, no debieran hacerse. Suele olvidarse que además de la euforia y la sensación de infalibilidad que producen las dosis iniciales de bebidas alcohólicas (después de cierta cantidad pueden tornarse depresivas), bastan apenas dos copas, tres cuando mucho, para que se afecten drásticamente los centros motores del cerebro, los movimientos se tornen torpes y los reflejos disminuyan sensiblemente.
Mi amigo es un brillante teórico del derecho, inteligente observador de la realidad, a quien no menciono porque no le pedí autorización para hacerlo. Él, como yo, quedó impresionado por la muerte de seis jóvenes a bordo de un cochecito, en un accidente reciente ocurrido en Xalapa hace muy poco tiempo. Dice que a grandes males, grandes remedios y propone, llanamente, que cualquier vehículo conducido por personas alcoholizadas o bajo el influjo de enervantes, previa identificación positiva e irrefutable, sea definitivamente confiscado y pase a ser de propiedad pública, destinándose inmediatamente al servicio de la comunidad. Piensa que sólo así, con una medida radical como esa, se reducirá realmente el terrible flagelo que significan los accidentes mortales provocados por borrachos y drogados.
El artículo 22 de la Constitución General de la República prohíbe expresamente las confiscaciones, salvo en los casos en los que los bienes susceptibles de decomiso sean usados para cometer delitos. Supongo que es cosa de interpretación legal, o en última instancia, de modificar la carta fundamental que, a fin de cuentas, es el deporte nacional de nuestro país. Si la ley no lo permitiera en este momento, cabría hacerle las adecuaciones necesarias.
Con millones de accidentes menos, con treinta mil muertes inesperadas menos cada año, con miles de adolescentes y jóvenes en edad productiva conservando sus vidas, con 121 mil millones de pesos más cada año, sin ausencias escolares o laborales ni familias desintegradas, con menos huérfanos, con mayor productividad y seguridad en sus vialidades, no hay duda de que este país sería un poquito mejor. Bien dicen que, a grandes males, grandes remedios.
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