Cosas
Pequeñas
“Si
hay una cuestión en que todos los regímenes políticos, cualquiera que sea
su fundamento y su ideología, están de acuerdo
es en la utilidad política del
deporte.
Si hay alguna estupidez que todos los profesionales e ideólogos del
deporte
repiten con cinismo -y algunas veces con ignorancia- es que el deporte
es
algo ajeno a la política y que debe mantenerse al margen de la misma”.
Josep
Ramoneda
El tema es
inevitable, a menos que se pretenda ignorar la realidad: con intensidad
variable, pero los deportes son parte de la vida cotidiana de buena parte de
los habitantes del planeta y no necesariamente como una actividad física
personal que se practica con propósitos profilácticos, en busca de la buena salud
o el divertimento, sino como un espectáculo, es decir, como algo que “se ofrece a
la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y
mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o
menos vivos o nobles.”
Con más o menos
intensidad -como ahora, por los Juegos Olímpicos, o en los mundiales de
fútbol-, en los campeonatos nacionales o locales de las diferentes disciplinas,
las justas, sus organizadores, las reglas con que se conducen y, por supuesto,
quienes las ejecutan, son parte de una cultura que ocupa buena parte de las
agendas sociales, consumen tiempo de los individuos y constituyen un negocio de
proporciones muy voluminosas.
La condición para
que un deporte sea espectacular, en el sentido llano y preciso de la palabra,
radica en su competitividad. Si no hay disputa el atractivo es poco y, en
consecuencia, el interés del público resulta ralo. ¿Quién va regularmente a los
gimnasios sólo para observar a las personas que entrenan?, ¿quién se levanta temprano
sólo para observar a quienes queman calorías con el trote o la carrera?, si lo
hicieran... ¿les provocarían el mismo gozo que las rivalidades en la cancha?
Si la competencia es
el eje de la actividad física que genera y mantiene retenidas a las audiencias,
entonces estamos frente a un juego de poder en el que se imponen los más
hábiles, los más fuertes, los más resistentes, los más rápidos, los mejor
preparados y a ellos (y ellas) se premia. Podría parecer exagerado pero, sin
muchas proporciones que guardar, la competencia deportiva profesional,
comercial o de aficionados acaba siendo una exaltación de la conducta
extraordinaria, valerosa, heroica, hábil, pertinaz; nada diferente del soldado
vencedor de la batalla, del gladiador del circo en la Roma clásica o el jugador
de pelota mesoamericano, salvo -claro está- que los vencidos contemporáneos no
tienen que morir como antaño.
La cualidad del
espectáculo en general y el deportivo en particular es que, quienes lo
practican, han de se excepcionales en sus ejecuciones, es decir, deben estar
por encima de las capacidades y cualidades del promedio de la gente, de otro
modo no tendrían nada extraordinario qué ofrecer al público. La masificación de
las comunicaciones y la multiplicación de los auditorios han potencializado el
carácter modélico -no necesariamente ejemplar- de los deportistas
contemporáneos que se convierten en prototipo y aspiración de miles, a veces de
millones, que quisieran copiar de sus “estrellas” preferidas el camino al
éxito, que se interpreta como fama, fortuna, éxito sexual, diversión,
posesiones y hasta cierta dosis de “invulnerabilidad”.
Ni milésima parte de
los que quieren ser como Messi, Woods, Federer, Ronaldo, Pelé, Nadal, Sánchez,
Bolt, van a lograrlo, pero nada pierden -o mejor dicho, si pierden, aunque no
se den cuenta- con intentarlo. Y ante la limitación para ser iguales a los
“ídolos de la afición”, ante la imposibilidad de los hombres y mujeres del
promedio de convertirse en Phelps, en Comaneci, aparecen los sucedáneos, los
generadores de identidad: uniformes, tenis, alimentos, joyas, cosméticos,
alcohol y todo cuanto los “sports
stars”
sean capaces de anunciar implícita o explícitamente.
Y entonces el señor
David Beckham se torna promotor de mercancías, ya no sólo mercancía en sí
mismo: posee su propia agencia de publicidad (Footwork Productions), obtiene una
rentabilidad neta del 77.5% anual, posee un contrato de por vida con ADIDAS
-equivalente a 120 millones de euros-, y representa a PEPSI, Marks &
Spencer, Motorola y POLICE, independientemente de que produce su propia línea
de perfumes y creo que de ropa. Todo ello sin contar que su paso por el equipo
Galaxy de Los Ángeles reportará al inglés casi 32 millones de dólares.
¿Puede alguien
ocultar el terrible daño que la corrupción, los negocios “legales” y las mafias
federadas -como las de baloncesto y tae kwon do, específicamente- hacen al
deporte mexicano y al desempeño de los atletas?, ¿sería mejor, por ejemplo, el
fútbol mexicano si no fuese un botín de las televisoras?; ¿se puede se inmune
al sacrificio salvaje que China impone a sus deportistas, sólo para presumirles
-literalmente- como trofeos vivos?
Es muy cierto que el
deporte competitivo es factor de identidad y pertenencia (“Soy PUMA”;
“Merengue por siempre”; “#@%& Yankees”) en la localidad, la región y la
nación misma y hay quien llega a la vacilada extrema, como se ha visto, de
fundar la iglesia de Maradona -con Catedral y todo- jugador que describió una
de sus faltas en la cancha como “la mano de Dios”, con todos los significados que
puede tener esa ingeniosa pero cínica y petulante excusa.
El triunfo deportivo
nos hace pensar que somos superiores a los otros y nos da una sensación de
poder colectivo, de preeminencia sobre los rivales, independientemente de que
se desconozcan y/o se omitan las decenas de factores, internos o externos, que
intervienen en el resultado de un encuentro; la cultura cívica también suele
expresarse en el deporte -no sólo con la conducta colectiva de los aficionados
llamados hooligans, salvajes casi
siempre intoxicados que pretextan las competencias para liberar sus odios y
frustraciones normalmente escondidas- sino para evidenciar el nivel de
compromiso de cada aficionado: “perdieron”, si el resultado no conviene;
“ganamos” si se trata de apoderarse de un crédito, un esfuerzo y un resultado
deportivo al que generalmente no se contribuyó sino con las críticas.
No hay duda de que
el deporte es un instrumento de manipulación que, bien visto, no hace sino
aprovechar la vulnerabilidad del “inconsciente colectivo” ante las pasiones que
despiertan las justas. No hay duda de que el deporte se ha convertido en el
pretexto perfecto para los grandes mercaderes. Pero independientemente de ello,
qué ≪chido≫ se siente cuando
los paisanos se imponen al resto del mundo y mueven el resorte que lleva a
gritar, a pulmón suelto, “Viva
México, cabrones...”.
Aquí de nada valen las reflexiones ni el saberse manipulado. Gracias a los
deportistas mexicanos; sólo ellos saben el tamaño de su esfuerzo y sus sufrimientos
para llegar hasta donde llegaron. Sin embargo, con su trabajo, hicieron por la
identidad nacional y el sentido de pertenencia mucho más que muchos. Ojalá que
esta sensación de unidad, de optimismo y confianza dure por siempre.
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