OCURRENCIAS
Juan Antonio Nemi Dib
Uno ya no sabe si es ingenuidad o miopía o perversidad o una mezcla de las tres cosas en distintas proporciones: hace poco un analista aseguraba enfático que la violencia producida por el fenómeno de delincuencia organizada en México estaba “tocando fondo” y que muy probablemente las actividades transgresoras de las mafias empezarían a remitir, como parte de las “acciones exitosas” destinadas a combatirlas. No habían pasado ni 48 horas de esta declaración cuando aparecieron los cadáveres de las fosas clandestinas en Tamaulipas: cientos de personas asesinadas, la mayor parte de ellas a golpes.
Circula por internet, sin que nadie garantice su veracidad pero sin que nadie la desmienta, la supuesta versión de un testigo que sobrevivió a una de estas matazones, versión correctamente escrita y plagada de detalles descriptivos en la que se afirma que los pasajeros varones de un autobús en condiciones físicas de hacerlo fueron colocados en parejas y dotados de mazos para golpearse unos contra otros, salvando sus vidas quienes pudieron liquidar a golpes, literalmente, a su contrario, a cambio de lo cual fueron reclutados -en leva- para el “otro ejército”; también se afirma que las mujeres fueron violadas tumultuariamente antes de ser asesinadas y que a varios menores se les arrojó vivos a tambos con ácido, hasta que se desintegraron, mientras alguien gritaba ufano que “ya estaba listo el caldo”.
Aún si se tratara de un mero argumento retórico de la propaganda y la contrapropaganda propias de una guerra -en la que siempre que se puede se desprestigia al adversario atribuyéndole la responsabilidad de las peores felonías mientras se justifica el proceder propio- no deja de ser una atrocidad, sólo de imaginarla; hay que estar realmente enfermo (así se trate de un publicista del frente de batalla) para inventar un escenario de muerte de ese tamaño. Ahora que, si los hechos fueron ciertos, no hay nombre para esa repulsiva e inimaginable maldad que deja convertido al antaño malvado “Mochaorejas” en apenas un puberto travieso al que se puede perdonar, comparando sus hoy pequeños crímenes con las presuntas bestialidades de San Fernando, Tamaulipas.
Mi inconciente sencillamente se niega a creer esta historia a la que no encuentro lógica ni motivación y en la que incluso percibo inconsistencias (¿cómo escapó el supuesto narrador?, ¿por qué le permitieron hacerlo?, ¿qué cantidad de ácido utilizaron, cómo lo obtuvieron, cómo lo llevaron al remoto sitio, en dónde lo arrojaron luego de la masacre?, etc.) pero un amigo -buen analista cuyo juicio respeto- me habla de sucesos similares, igualmente trágicos, perpetrados una y otra vez por todos los bandos en las regiones rurales de Colombia con el propósito primario de aterrorizar pero también, efectivamente, de reclutar incondicionales que acaban sinceramente agradecidos por haber salvado sus vidas. Incluso el propio Presidente Felipe Calderón hizo referencia en un discurso a un joven de 19 años, vinculado a esa masacre tamaulipeca, quien habría confesado a las autoridades ser el responsable material de no menos de 200 homicidios violentos.
En este contexto es muy difícil aceptar la idea de que las cosas van bien en la guerra contra el crimen organizado y que la solución de fondo a esta problemática está a la vuelta de la esquina, como todos los mexicanos de bien quisieran. Y los efectos de esta cruda realidad son tangibles: el cierre de empresas en Ciudad Juárez y en Monterrey -miles de ellas- y la cancelación de actividades económicas esenciales en Tamaulipas -como el transporte público de personas y bienes, entre muchas otras- son apenas una pequeña parte de las gravísimas consecuencias (¿cuánto turismo perdemos?, ¿cuántas inversiones se cancelan?, ¿cuántas familias se desintegran?, ¿cómo se difuminan las instituciones?). ¿Qué hacer frente a este escenario? Seguro no son la solución radical, pero en algo ayudarían estas ocurrencias:
1.- México pone los muertos y el escenario de liquidación social y guerra. Estados Unidos pone a los consumidores de estupefacientes y drogas menores -unos 30 millones, según algunas estimaciones-. Parece momento de entrarle en serio, de una vez (allá y acá), al tema del consumo como fuente germinal del conflicto. Reducir la demanda de drogas es la mejor vía para disminuir su venta y la violencia que se le asocia. Alguien tiene que convencer a los gringos de pasar del discurso a los hechos en esta materia crítica: achicar tanto como se pueda el número de drogadictos activos.
2.- Estados Unidos también pone las armas y las municiones. Cortar de tajo esos pertrechos ayudaría mucho a reducir los niveles de violencia. Lamentablemente pueden más los intereses económicos de la industria militar que los 35 mil mexicanos asesinados.
3.- El desarrollo económico y la oferta concreta de educación de calidad, empleo remunerado y la perspectiva de una vida digna y productiva son la opción real para disuadir a miles de jóvenes que actualmente ven en la delincuencia organizada la única puerta de salida para sus necesidades y, también, para sus frustraciones. Es tan claro como lograr que las nuevas generaciones recuperen la esperanza de una mejor existencia, porque tal como están las cosas, actualmente, al quedarse en el bando de los “buenos” no tienen nada qué ganar y al pasarse con “los malos”, nada qué perder... la incertidumbre y el riesgo son los mismos. Algo están haciendo bien en Tijuana que de repente dejó de salir en los noticieros, ¿qué es?, ¿se puede copiar?
4.- El marco legal y el aparato de justicia están absolutamente rebasados. Los pocos jueces y fiscales que no son corruptos -los hay, aunque sean garbanzos de a libra- viven amenazados, constantemente presionados, avasallados por el propio sistema y son incapaces de hacer justicia. Las cárceles están repletas, no de inocentes sino de personas que no pueden pagar por su libertad. El sistema de readaptación social es un mero discurso. Parece momento de pensar en opciones para la renovación en serio, a fondo, en su esencia, de los aparatos de procuración e impartición de justicia, empezando por despolitizarlos. La falta de cumplimiento de las leyes, aún en cosas aparentemente insignificantes, fue la mejor levadura para incubar la crisis que hoy nos asfixia. Sin un sistema legal que realmente funcione y que garantice justicia para los justiciables, la famosa guerra está perdida, aunque los publicistas digan lo contrario.
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