Cosas Pequeñas
lunes 30 de abril de 2012
Hubo una vez un hombre que buscaba la paz. Quería encontrarla por medio de su yo interior, siguiendo los caminos de la meditación, el encuentro con su alma y la identificación precisa del destino que los dioses le tenían reservado, al menos eso solía decir, a diestra y siniestra, explicando sus extraños periplos.
Viajó lejos, a naciones extrañas y peligrosas. Se privó de bienes materiales (de algunos...) y buscó y buscó y buscó.
No era ni viejo ni joven, ni rubio ni moreno, ni alto ni bajo, ni gordo ni esbelto. No era nada tonto y estaba lejos, muy lejos de ser un sabio. Era culto, pero no más que muchos. Extrañamente, jamás percibió la enorme ventaja de ser un hombre promedio, jamás entendió la virtud de la medianía que le acompañaba y que le hubiera permitido vivir con la tranquilidad y la satisfacción que pretendía conseguir -fallidamente- a través de un raro modelo contemplativo. De verse en el espejo, con honestidad, la vida le habría sido mucho más fácil.
En el afán de descubrir la verdad, leyó los signos sofisticados que creía encontrar en las cosas: si llovía, el cielo le estaba “mensajeando”; si el internet fallaba, ello representaba un aviso DOS (“de orden superior”) digno de profunda interpretación, aunque no siempre de obediencia, sino de conveniencia. Aprendió incluso las técnicas de la adivinación y en una extraña y ecléctica mezcla, lo mismo sobaba la panza de un budita que asistía a misa, lo mismo estudiaba el i ching que usaba salmos como mantras. Se dolía de la corrupción pero buscaba evadir el pago de impuestos. Se beneficiaba de un sistema de protección social al que no había contribuido. Era la contradicción dentro de la contradicción; dialéctica pura.
Se afrentaba de la pobreza de los pobres y le ofendían los “bienes excesivos” de quienes los tenían... Pero ese dolor por las carencias de los demás no le permitía ver sus propios privilegios, que no eran pocos. Y, quizá para alimentar su paz interior, no se limitaba para gozar de los placeres que le eran propios, fundamentalmente los que entran por la boca. No quería un adorno para su espacio, pero le ofendía profundamente que su espacio no fuera perfecto, en el concepto de su perfección, incluyendo costosísimas instalaciones, francamente innecesarias.
Intentaba matizar sus expresiones públicas tratando de imponer la tolerancia y el cosmopolitismo a que su origen europeo le obligaba, pero resultaba forzado; su discurso y sus hechos eran lejanos entre sí. Decía una cosa y hacía otra. Al final, aunque no lo expresara, acababa juzgando con brutal dureza a los demás. Probablemente por ello acababa en conflicto, sin excepción, con todas las personas a las que trataba: un mal disimulado complejo de superioridad que convertía a todos los de su entorno en falibles, malos, indignos de relacionarse con él. Probablemente por ello terminaba siempre considerándose una víctima de los demás, una sufrida víctima a la que todos agredían.
Buscaba la interpretación última y profunda de las cosas, pero el hombre olvidaba la naturaleza primaria de la existencia; podía construir grandes tesis filosóficas, pero era incapaz de entender lo elemental, lo de todos los días, el verdadero sentido de la vida, lo que al final es lo que realmente existe: lo cotidiano.
Y así, los años pasaban: sus viejos amores se convertían en odios, sus viejos amigos se hacían traidores y los recientes, en indignos de serlo. Se dijo excluido. Se consideró maltratado. Midió las supuestas preferencias para otros y se sintió con derecho a odiar, a vivir resentido, alejado y solo, profundamente solo. Renegó de su sangre. Y eso le llevó a un enorme vacío, a una durísima e insalvable soledad.
No era un mal hombre, hay que decirlo; no parecía desear el mal para nadie. Seguramente con sinceridad, quería el contacto con Dios y se afanaba en ello. O eso creía. Pero... Se olvidó de perdonar los agravios ciertos y los falsos, los creados por su imaginación. No supo que el perdón es la verdadera llave del corazón, la verdadera puerta del cielo. Y esta incapacidad de perdonar le afectó a él primero que a nadie, pues de haberse perdonado él mismo, la vida le habría sonreído con mucha más facilidad. Habría entendido que dando de sí es como realmente se recibe. En resumen: ese hombre de paz se negaba a sí mismo el derecho a Dios.
Esta historieta no es más que un mal cuento, una historia irrelevante, tan pequeña que cabe en un refrigerador, en una neverita.
La Botica.- A diferencia de algunos “periodistas críticos” e “independientes” que sólo posan o que acaban obteniendo provecho de sus posiciones editoriales y de su contacto con la información privilegiada, que lucran del oficio o que piensan que su trabajo es denostar aún con base en falsedades y calumnias, que objetivamente no merecen ningún reconocimiento ni como personas ni como comunicadores, Regina Martínez perteneció a una especie diferente: era auténtica, congruente, consistente y comprometida con su profesión. Sustentaba una legitima posición ideológica y con base en ella hacía periodismo. Era aguda, dura, pero respetuosa. Daba voz a quienes no la tenían. Y no recuerdo que sustentara sus trabajos reportajes en mentiras, falsificaciones o distorsiones, aunque muchas veces no coincidiera yo con sus puntos de vista o sus conclusiones. Lamento mucho su muerte y las atroces condiciones en que ocurrió. A todos nos conviene que se haga justicia y celebro la determinación de las autoridades para esclarecer su homicidio. En paz descanse.
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