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lunes, 8 de agosto de 2011

Cosas Pequeñas por: Juan Antonio Nemi Dib

ESPECULACIONES



Oferta y demanda son -dicen los expertos- los principales componentes de los ciclos económicos que, a fin de cuentas, no son más que intercambios de mercancías o servicios. El trueque parece la forma más añeja y, por lo que se ve, más transparente de relación entre consumidores. Sin embargo, el uso de dinero como representación de valor (así como los sucedáneos del dinero líquido: instrumentos de crédito, pagarés, cheques, etc.) da pie para acciones especulativas en las que el propio dinero, por sí mismo se vuelve una mercancía con la que se gana o se pierde dinero y por la que hay que pagar cuando se le necesita (a los banqueros, a las financieras, a los agiotistas, a las casas de empeño, al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial, a las cajas de ahorro).

El valor que se le reconoce al dinero depende, a su vez, de otros factores, por ejemplo la solidez económica del país que lo emite y la confianza de los inversores en ése país y en esa moneda. Una divisa puede devaluarse o revaluarse, aumentando o disminuyendo su capacidad adquisitiva en función de las condiciones económicas, también como estrategia para el fomento de las exportaciones de una nación; pero igual una divisa puede ser objeto de presiones deliberadas que respondan a intereses políticos o a mero lucro.

Este esquema de negocio financiero/especulativo es muy visible en las bolsas de valores en las que, literalmente, los poseedores de capital -de dinero- apuestan (como en un casino) a comprar baratos los títulos de propiedad parciales de las empresas -las acciones- y a venderlos caros, o bien a rentabilizarlos cuando las empresas producen dividendos. Quien tenga más dinero para comprar, información oportuna (que no siempre se obtiene de manera legal) sobre el estado de las empresas bursatilizadas -que cotizan en la bolsa de valores- y adecuadas mañas, ganará más dinero en la apuesta, aunque es cierto que a veces los mercados financieros suelen premiar el arrojo, la osadía y la “visión” de quienes invierten en proyectos empresariales raros o peligrosos o en empresas poco conocidas. También es cierto que muchas fortunas se han pulverizado en malas inversiones que acaban en quiebras.

No son infrecuentes los casos de fraude en los que se da a conocer información falsa sobre el estado de las empresas, ocultando quebrantos o malos manejos para producir aumentos ficticios de valor o bien para evitar, a través del engaño, que las acciones bajen de precio o bien las estrategias publicitarias -el típico anuncio de las compañías petroleras de que encontraron nuevos yacimientos, lo que casi siempre deriva en aumento de precio de sus acciones- en medio de inversores ávidos de ganancias.

Se supone que los mercados bursátiles sirvan para generar riqueza social, para incrementar las inversiones y contribuir al desarrollo, al volverse fuentes de financiamiento y capitalización de las compañías que se abren a inversionistas externos para crecer, crear empleos, etc. Sin embargo, con más frecuencia de la deseable se impone en los tenedores de acciones -que por lo general suelen ser desconfiados, conservadores y susceptibles para reaccionar negativamente a las menores dudas o presiones- la necesidad de proteger sus capitales y obtener por ellos las mayores utilidades, haciendo de la especulación bursátil su único propósito, sin importar cacahuate las consecuencias sociales de una inversión o una desinversión cuando éstas se basan únicamente en la rentabilidad y no en la responsabilidad con la sociedad.

Nadie en su sano juicio pediría que las empresas ni los empresarios perdieran dinero, por supuesto, pero son notables los casos en los que la especulación ha destruido emporios y ha puesto contra las cuerdas a naciones enteras, sólo para que alguien gane dinero. El caso más conocido de una especulación financiera de grandes proporciones -aunque no fue precisamente en el seno de una bolsa de valores- fue protagonizado por George Soros, nacido húngaro, hoy estadounidense, que el 16 de septiembre de 1992 colocó prácticamente en quiebra al Banco de Inglaterra al concretar una salvaje presión contra la libra esterlina que en sólo una noche le produjo utilidades netas de más de mil millones de dólares, aunque algunos analistas duplican la cifra.

La reciente crisis de la deuda en los Estados Unidos -en realidad, la negociación política que sirvió a los republicanos para torcer el brazo a Barack Obama y a éste para que, como en los últimos 30 años, el gobierno estadounidense siga viviendo de prestado y continúe operando-, el fracaso del modelo de rescate europeo (para salvar las economías de Grecia, de Portugal, de España y ahora de Italia) produjeron un nuevo viernes negro, la semana pasada, que llevó a perder a la gran mayoría de las bolsas de valores del mundo, es decir, a la baja en el precio de las acciones causada por ventas de pánico.

Las futuras elecciones presidenciales en EUA -es decir, la rivalidad entre grupos e intereses dentro de la mayor economía del planeta, que nos afectan a todos-, la casi insolvencia de buena parte de los países coaligados de Europa, la presión china para imponer su moneda -el yuan- como divisa de cambio mundial (de hecho, ya hacen con éxito operaciones de comercio internacional en yuanes, sin usar dólares) y la contracción de los mercados de consumo son componentes -condimentos- adicionales de este coctel.

Es, no hay duda, el momento ideal para los especuladores. Lo malo es que para que ellos ganen, como ocurre siempre, muchos tendremos que perder.



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