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lunes, 29 de agosto de 2011

Cosas Pequeñas por Juan Antonio Nemi Dib

EL ROBO
Esta historia de ficción comenzó hace muchos años, cuando uno de los protagonistas tomó de su padre el hábito de ahorrar conservando todas las monedas del cambio (“el vuelto”, “la feria”), dejándolas reposar en un cochinito de barro que apenas llegaba a su nivel de engorda sufría el mismo destino que sus congéneres de carne y hueso. Con el tiempo el buen hábito evolucionó y se tornó una disciplina de autofinanciamiento: siete u ocho mil pesos anuales no caen nada mal, aún con la monserga de clasificar monedas y moneditas, ponerlas en pequeñas bolsas por separado, en cantidades específicas, como exigen los bancos a sus clientes que hagan la chamba que se supone le toca a ellos porque aparte cobran por todos sus “servicios” y, para colmo, pagando el 3% de impuesto a los depósitos en efectivo.
Las huchas también evolucionaron, aunque no necesariamente para bien: dejaron de ser de barro y se transformaron en yeso, perdieron sus maravillosos ojos de canica translúcida, se hicieron polvorientas y pintadas de horribles colores (generalmente tonos rosas intensos) y se volvieron costosas, pero a fin de cuentas siguieron cumpliendo el propósito de propiciar un ahorrito.
Total que el día de los hechos (lenguaje apropiado, tomado de un secretario de agencia del ministerio público) el susodicho constató que su marranito de turno estaba prácticamente a tope y que se acercaba el momento de ponerle piadoso fin a su existencia, aunque sabido de las horas necesarias para contar las monedas y clasificarlas y de la irritación que produce en los dedos de las manos el material calcáreo, decidió dejar para mejor fecha el martillazo que, dicho de paso, no deja de ser gratificante (aseguran que es una probada terapia contra el estrés romper alcancías de un buen porrazo, y más si están llenas).
Puesto en su sitio y muy difícil de mover, por su peso y por sus pocos asideros, el marranito guardó silencio -como Chong Ki Fu, el chino de los jarrones de Cri Cri-, quizá agradecido por un rato más de existencia en este mundo cruel y despiadado. Sin embargo, para la noche se había ido, sin más, sin una nota de despedida, sin un rastro, sin evidencia. Y de su partida el susodicho no se habría percatado, de no ser porque precisamente esa noche fue hasta el rincón a depositar unas monedas dentro de la alcancía que ya no estaba. (Aquí la frase de cajón sería: “Menuda fue su sorpresa al descubrir que su alcancía en forma de cochinito había desaparecido”).
Lo peor de todo fueron las horas de sueño que también se marcharon y dieron paso a las especulaciones que se sucedieron una tras otra: “¿Quién sería?, ¿a qué hora?, ¿cómo entró?, ¿cómo lo sacó?, ¿fue uno o fueron varios?, si fue Sutano o Mengana... ¿cómo se lo aguantaron?, ¿se habrán llevado otra cosa?, ¿habrá que denunciar?, ¿cómo se comprueba la propiedad de una alcancía y su contenido?, ¿qué cantidad exacta tenía?, ¿cómo saber el monto exacto del botín?, ¿y si es una broma?, ¡Chin! hoy vinieron a poner el cristal del baño (¿eran dos o tres los instaladores?) y también estuvo el carpintero -con su ayudante- para arreglar la puerta del clóset, ¿y si fue ella? ¡No, ella no, es una chamaca inocente!”
Aquí es donde se entiende el sentido de la sobada frase: “la duda ofende”. De agraviado el susodicho pasó a “sospechosista” (Santiago Creel dixit) y empezó a juzgar, y no sólo a los presuntos culpables sino a sus potenciales razones para el hurto. Y un ligero tamiz sutil pero determinante convirtió a todos de pronto en culpables. La conciencia acusadora que se escuda en el pesar de la víctima lastima a muchos inocentes. Los ladrones también se roban la confianza y es difícil, dificilísmo reponer ese bien tan escaso en estos tiempos. 
Y para colmo, apenas amaneció, a la pobre muchacha le avisaron que su abuelo acababa de morir, que era necesaria su presencia en el pueblo (“Chilotla”, una comunidad poblana, a unas dos horas de Huatusco según dijo). Tuvo que bañarse y alistarse en poco tiempo y cargar con su mochila para salir temprano hacia su casa. Advirtió que tardaría en volver, aunque luego cambió de opinión y dijo que regresaría el lunes.
Pero las tristezas no llegan solas y suelen cebarse sobre la gente: la cremallera de la mochila nomás no quería cerrar y después de tantos intentos el contenido de la bolsa acabó desparramado por el suelo como bolo de bautizo, incluyendo unas prendas de ropa que estuvieron a punto de cambiar de dueña y hasta el cuchillo de sierra que sirvió para cercenar las entrañas del marranito.
Pobre muchacha. Se le muere su abuelo y encima se le rompe la mochila. Es mucho pesar para una joven de 18 años que apenas hace unos meses vino del campo a la ciudad buscando mejor calidad de vida para ella y los suyos.
La ventaja es que esto no es más que una historia de ficción, de esas que continúan por los siglos de los siglos. Con todo, siempre será mejor ser inocentes, ingenuos, confiados. porque la desconfianza asfixia lentamente, roba la tranquilidad... roba el sueño.

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