Cosas Pequeñas
La primera escena es demoledora y marca el ritmo de toda la historia: un pueblo rascuache en el que conviven la miseria, las moscas, el polvo y los lodazales de unas cuantas calles mal trazadas; son ostensibles la indolencia y la abulia de la gente, la falta de solidaridad y la prepotencia de las “fuerzas del orden” que más bien suenan a guardias blancas al servicio del poderoso con patente oficial, sin contar con el calor que agobia y deseca todo organismo vivo. Qué puede producirse de este escenario si no desesperanza, frustración y una competencia feroz por la mínima oportunidad que se presenta.
En medio de la trama, dos componentes tomados de un catálogo de lugares comunes: un grupo de extranjeros -víctimas colaterales- de la postguerra que han perdido todo (a veces hasta su identidad), algunos de ellos con turbio pasado y que intentan sin éxito acumular los fondos para volver a sus países: Italia, Holanda y Francia y una enorme y avasalladora transnacional petrolera estadounidense que lo controla todo, que explota a todos, que ha desarrollado los sistemas más eficaces de control para rentabilizar hasta el último centavo y a la que nada importan los asuntos de las personas, ni el medio ambiente (que entonces poco se valoraba) ni nada más que las ganancias.
El argumento es sencillo y previsible: en un remoto campo petrolero explota un pozo que mantiene alimentado un incontrolable incendio y para reducir el siniestro la compañía necesita trasladar grandes cantidades de explosivo -específicamente la inestable nitroglicerina- por casi 500 kilómetros de accidentado camino de selva y montaña, lleno de todos los obstáculos y riesgos posibles. Ya desde la selección de los 4 choferes “beneficiarios” con el contrato -dos mil dólares de los años 50 del siglo pasado para cada uno, verdaderamente una fortuna- empieza la rivalidad que, incluso, da pie para el presumible asesinato de uno de los seleccionados.
El prólogo de Manuel Vázquez Montalbán resulta excepcional e insustituible por preciso y descriptivo: “Henri Girard, más conocido literariamente como Georges Arnaud, debutó en la Historia y en la Literatura en peores tiempos para el diletantismo épico. Nacido en Montpellier en 1917, en el seno de una familia rica y culta, quedó huérfano de madre a los diez años cuando ya era un escolar díscolo y mimado, adjetivo que se autoaplicaba al mirar hacia atrás con melancolía. La necesitaba.
Una noche, mientras dormía en el castillo familiar de Escoire (Perigord), alguien penetró en la mansión y asesinó a su padre, a su tía y a una vieja sirvienta. Las sospechas recayeron sobre el superviviente, fue encausado y pasó diecinueve meses en la cárcel bajo el más aplastante de los absurdos. Exculpado a todos los efectos, convivió con este trauma toda la vida, como el factor más determinante de su existencia, más que la lucha en la Resistencia Antinazi, más que su frustrada carrera profesional (aspiraba a ser miembro del Consejo de Estado) o que su descuidada carrera literaria. Girard se convierte en Arnaud y se va a América Latina a «rehacer su vida», según una fórmula convencional que en su caso se invierte.
En América Latina todo le lleva a destruir más su vida, aunque en la caída en el pozo interior de la autoaniquilación la cultura le permitiría acumular un sustrato de vivencias literaturizables que con el tiempo harían posibles las novelas Le salaire de la peur, Le voyage du mauvais larron (o Lumiere de souffre), así como los relatos cortos reunidos en La Plus Grande Pente, publicados en 1961. El éxito de El salario del miedo le permite ocupar un sitio en el intelectualado francés de los años cincuenta, pero no se resigna al sitial mayestático de gran shaman de la cultura. Arnaud apuesta por las causas más perdidas, desacreditadas inicialmente incluso entre los escritores más "engagés", como la rebelión argelina, a la que dedicaría esfuerzo militante organizativo y panfletos excelentes contra las tropas coloniales francesas y sus prácticas de genocidio y tortura.”
El salario del miedo es una descripción de los empleos residuales, de algunas de las “chambas” que la gente acepta porque no tiene más remedio, porque se han cerrado previamente todas las puertas posibles. Es también un esbozo de crítica a los sistemas corporativos de economía petrolizada -que ya se consolidaban luego de las dos guerras mundiales- y que parecen generar más males que bienes que encarecen todo, incluyendo las relaciones personales.
Como dice Vázquez Montalbán: “Evidentemente en El salario del miedo hay un discurso político sobre la explotación capitalista, incluso sobre el colonialismo económico, pero cuenta más ‘el mensaje’ sobre la condición humana y una idea de destino plenamente existencialista.”
La novela divide a la porra: la página de análisis literario “Sólo de Libros” afirma: “El salario del miedo es una novela correcta, sencilla, y seguro que hace las delicias de miles de lectores, pero es una novela común” mientras que en el prólogo a la más reciente edición española Manuel Vázquez Montalbán califica: “El salario del miedo es una obra maestra”.
La obra llegó a su clímax cuando su argumento sirvió de base al guión de la película del mismo nombre. La premier fue en 1953. La cinta fue dirigida por Henri Georges Clouzot y protagonizada por Yves Montand y Charles Vanel en una producción francesa de 140 minutos que le mereció los mayores reconocimientos en Cannes, Berlín y el Festival de la BAFTA (British Academy of Film and Television Arts). A pesar de los escasos recursos técnicos de aquélla época, no es nada despreciable su fotografía ni los efectos especiales que incluyen numerosas y bien logradas escenas de suspenso, que dieron al filme la condición de clásico y que le convirtieron en un gran éxito cinematográfico.
Desarrollada en un perdido pueblo de cualquier parte -se presume que en Venezuela- la historia no necesita prácticamente nada para ser intemporal: aplica a cualquier sitio en el que se juntan el hambre y la búsqueda de fortuna y en el que sólo el dinero se reconoce como valor universal. Es la historia de muchos, en todos los tiempos.
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