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lunes, 1 de agosto de 2011

Cosas Pequeñas


ROSA

Juan Antonio Nemi Dib

Su estado de ánimo cambia siempre. Con frecuencia está triste, como cuando los muchachos de San Carlos mataron a navajazos a su hermano Joaquín, sólo porque éste se atrevió a perdirle a Lalita que fuera su novia y ellos no iban a permitir la afrenta de que un wey de otra comunidad se llevara a la chava más chida del pueblo. Joaquín la protegía siempre y era su confidente, su amigo. Desde que lo quebraron nunca ha dejado de sentirse sola, también perdió la amistad de Lalita que era buena onda.

De repente Rosa se siente emocionada, como el día en que le dijeron que la aceptaban para trabajar en “la fábrica” (un beneficio de hule crudo que, abusando de la crisis económica y las decenas de personas que suplican por una “oportunidad” paga los salarios a la mitad que el mercado y exige a su personal jornadas de díez a doce horas díarias de trabajo, de lunes a sábado). También puede vérsela preocupada, como el momento en que el capataz le dijo que quería verla en la oficina de “la fábrica” luego del turno y ella supo que sólo era para cobrarle el favor.

No tiene tiempo de pensar en el futuro. Su horizonte se acaba los sábados en la tarde, después de que cobra la “raya” semanal. Tiene que regresar a casa, a lavar a mano su ropa y la de sus hermanos menores. Aunque todos usan las mismas mudas varios días, siempre se junta. Hay que pasar a la tienda, a pagar los consumos de la semana que siempre suman más que el sueldo, incrementando una deuda familiar que se vuelve eterna. Quizá sería distinto si Macario, su padrastro, no sacara fiados tantos “pomos” de aguardiente. Como puede se guarda 50 o 60 pesos a la semana. Ya ha juntado 650 que mantienen escondidos atrás de la repisa, en una caja de harina de atole.

Hace tiempo que Macario dejó de pegarle, es verdad, pero más de una vez lo ha descubierto mirándola raro, especialmente cuando sale de bañarse. No le ha dicho nada a su mamá porque la pobre viene a la casa cada quince días, cuando le dan permiso los señores de la ciudad para los que trabaja como asistente doméstica, apenas si le da tiempo a la señora de lavar su propia ropa y la de Macario, de recoger un poco la casa y dejar preparada algo de comida que se acaba en dos o tres días. Allí no se usan los refrigeradores ni los hornos de microondas.

Los hermanitos también son unas “ladillas”. Nomás no la pelan. Andan todo el tiempo de callejeros, la patean, la escupen, no hacen la tarea, se escapan de la escuela, se roban los elotes del solar del vecino y le tronchan las plantas del maiz, sólo por fregar. Macario se ríe y dice que “sus hijos” son “machitos” y que está bien que “aprendan a defenderse”. La maestra ha mandado varios recados a la casa, diciendo que un día de estos no recibirá más a los dos chamacos, pero todos saben que es un gesto desesperado de la profesora, pues no puede negarles acceso a la única escuela de la región, si es que un salón de 6 por 6 metros con piso de tierra y láminas de cartón en el que pululan 25 chamacos de todas las edades se puede llamar escuela.

Hace tiempo que Rosa entendió que los hombres no la buscan en serio, nomás la quieren para empiernarse y eso sería lo de menos, pero la neta es que “le saca a quedarse panzona” como muchas otras que luego tienen que cargar con los chamacos.

Ya van dos veces que Marina le insiste en que se vayan a México. Rosa quiere irse pero duda. No lo ha hecho porque supone que le causará tristeza a su mamá, pero también piensa que quizá con su partida se solucionarán muchas cosas: dejará de tener problemas con Macario, ganará buen dinero, quizá hasta pueda hacer que su madre regrese a casa y deje de “destinarse” como sirvienta. Tal vez un día de estos se decida, porque Marina asegura que no la van a esperar mucho tiempo y se van a ir sin ella. Son varias muchachas hartas de su calidad de vida que estan decididas a conquistar el mundo, algunas se ven hasta como artistas de televisión... y lo dicen en serio.

La de Rosa y sus amigas es una historia común y corriente, sin nada especial, una historia que se repite y se repite y en la que las esperanzas no son lo más abundante. Rosa sólo tiene 17 años y, por supuesto, todo el derecho a soñar

La Botica.- Esta columna no aspira a convertirse en un obituario -quizá debería y tendría con ello alguna utilidad práctica- sin embargo, hay muchas personas cuyo tránsito por la vida deja cosas buenas y es de justicia significarlo y compartirlo.

La semana pasada murió Estela Rivera, una buena amiga y en varios momentos compañera de trabajo; fue la suya una historia de retos y adversidades que siempre se determinó a superar, con optimismo y generosidad. Era una mujer de letras, con impecable manejo del idioma, paciente para la docencia y con envidiable habilidad para cocinar y confeccionar manualidades. Conservo de ella varios suéteres y chalecos que me hizo el favor de tejerme pero también mejores recuerdos.

En Córdoba falleció el ingeniero Humberto Zúñiga Jácome. Como broma, nos decíamos compadres sin serlo realmente y pese a la diferencia de edades -su hijo Humberto fue mi condiscípulo en la escuela primaria- mantuvimos una relación cordial; no pocas veces comentó mis columnas e intercambiamos puntos de vista sobre la realidad compleja que nos tocó compartir. Fue un hombre coherente y consistente con sus convicciones, que hizo mucho por servir a su comunidad.

En paz descansen.

antonionemi@gmail.com

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