Juan Antonio Nemi Dib
Creo que el debate sobre el origen del término “villamelón” aún no se resuelve del todo y me parece que hay distintas tesis respecto de cómo se califica a los aficionados superficiales. En 2006, Luis Albornoz -de Santa Fe, Argentina- escribió: “El término ‘villamelón’ se hizo famoso dentro de la fiesta brava (corridas de toros); se llamaba así a las personas que festejaban alguna acción y gritaban el famoso ‘¡OLE!‘cuando no era meritorio; después, ese calificativo (villamelón) se aplicó a todo aquel que decía conocer de la fiesta y en realidad no sabía. Ahora el término se usa casi en todos los deportes, ya es algo más general: lo aplicas al que se deja llevar por los comentarios de tal o cual persona, a quien dice saber de algo cuando no lo sabe o al que simplemente actúa como borrego, imitando y apoya a tal o cual deportista o equipo, sólo por imitar a otros.”
Si esta es la acepción correcta, entonces en definitiva no soy villamelón, porque bien que reconozco con toda humildad que nada sé de las prácticas atléticas y que a mi edad y en mis condiciones, será muy difícil que adquiera “expertise” deportivo. De suerte que, cuando se trata de opinar de deportes, mejor me reservo. Cuando me preguntan por el equipo de mi preferencia en materia de futbol, por ejemplo, suelo contestar que, ante mis dificultades intrínsecas para distinguir al portero de la portería, me mantengo al margen para no opinar una sandez.
Mi pequeñísima y relativa cercanía con el deporte ocurrió hace mucho tiempo. Recuerdo como un momento verdaderamente glorioso el triunfo de los Cafeteros de Córdoba contra los Saraperos de Saltillo, que convirtió al equipo de mi tierra en campeón de la Liga Mexicana, en 1972 (contaba yo apenas 9 años). Y tengo muy presente el último ‘out’ cobrado por Pepe Rodríguez, uno de los jardineros, al fin de la novena entrada de un partido intenso que escuchábamos por la radio, así como la esplendorosa recepción que tuvieron los jugadores a su arribo a la Ciudad, ya con el trofeo en la mano.
Del beisbol de mi tierra recuerdo anécdotas aisladas de “Rico” Carty y de “Vic” Davalillo (hasta la falange de un dedo arrancada por una mordida en condiciones extrañas, me parece), así como a los hermanos Willy y Ramón Arano; tengo presente la rivalidad entre los Cafeteros y los Diablos Rojos del México que llevó al legendario mánager del equipo capitalino, Benjamín “Cananea” Reyes a bautizar el estadio cordobés como “Canibal Park”, pero no hay mucho más que eso en mi memoria deportiva.
También, ahora que escribo recuerdo que mi papá, generoso, accedió a tostarse el coco para llevarme a presenciar partidos de mañana de domingo, en jornadas de doble juego, cuando el Beisborama o Lázaro Penagos -que las dos nomenclaturas se usaron para el estadio- aún no estaba techado; lo cierto es que ni mi padre ni yo teníamos muy claro lo que ocurría sobre el campo de juego.
Es verdad que muchas, muchas tardes maravillosas de mi infancia las pasé intentando pegarle a una pelota de goma -a veces con el mero puño de la mano, en ocasiones con un pedazo de palo que hacía de bat- sobre la mejor cancha jamás construida: la calle 14 -entre avenidas cinco y tres-, en la que excepcionalmente había que suspender los partidos para dejar que transitara un auto inoportuno. Pero mi paso por la caja de bateo en pocas ocasiones hacía que me “embasara”, ya desde entonces quedaba claro que lo mío no era pegar de hit, mucho menos sacar la pelota del campo con un buen palo.
Con el tiempo tuve el privilegio de hacerme amigo del entrañable Mario “Toche” Pelaez, el mánager que junto con don Chara Mansur convirtió en campeones a los Cafeteros. Y también del genial José Domingo Setién -uno de los mejores cronistas de todos los tiempos-, pero ni siquiera su cercanía me dio las artes para saber, verdaderamente, del beisbol y menos aún de otras disciplinas. Poco puedo aportar a la discusión sobre el deporte en México, pues.
Por eso, me cuesta trabajo preguntar -quizá estoy equivocado- por qué si en México hay grandes, excepcionales talentos, estamos lejos de ser una potencia deportiva de talla internacional, por qué países pequeños y sin recursos obtienen mejores resultados que nosotros en las competiciones internacionales, por qué acaban en nada tantas promesas infantiles y juveniles en las distintas especialidades, por qué unos cuantos directivos corruptos de las federaciones deportivas pueden secuestrar estas actividades con el único objeto de lucrar y mantener bajo control absoluto -sin que nadie pueda impedírselos- a la práctica deportiva de las disciplinas en todo el territorio nacional, por qué en nuestro fut bol profesional importan poco o nada los resultados competitivos y sí, en cambio, los monumentales intereses mercantiles que preceden a cualquier competencia, chica, mediana o grande, por qué el deporte depende de los patrocinios no siempre útiles, de las “bebidas espirituosas” y productos “afines”, por qué los grandes profesionales -de fut o de beis, no importa- llegan a Veracruz y se “descomponen”...
Si la organización de los juegos Panamericanos con sede en Guadalajara se ha mostrado portentosa y digna de encomio, es de esperarse, por lo menos, que nuestros jóvenes atletas vean compensados sus grandes esfuerzos y obtengan los triunfos que coloquen a la delegación mexicana a la altura de la pachanga, que -todo indica- para organizar guateques y ceremonias inaugurales, somos buenísimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario