Acertijos
*De Charles Dickens: “Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año”. Camelot.
NAVIDAD
Es Nochebuena y mañana Navidad, no se acabó el mundo como los Mayas predijeron.
Pero yo no olvido al Año Viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas. A ponerse calzones rojos que llega la Navidad. El burrito sabanero va camino de Belén.
Suelen ser días de recogimiento. Días donde la pobreza crece, lacera los cuerpos y corazones de quienes la observamos de a lejitos.
Sobre todo en esta zona de influencia indígena, donde al pie de la legendaria Calle Real madres indígenas con sus críos en brazos, algunos cargados en el pecho con el rebozo cruzado, estampa mítica de nuestro país, caminan y deambulan.
Toman las calles como moradas. Tiran un petate al suelo o un cobertor y allí se tienden y tienden a sus hijos entre ese frio que cala la piel, entre ese frio de la madrugada cuando la niebla y la bruma bajan y hacen ver esta como estampa londinense.
Pero no importa. Hubo un tiempo que otra mujer no encontró posada para su hijo recién nacido, en el año 753 de la Fundación de Roma, en un tiempo bíblico, y habilitó un pesebre y entre las pajas y las patas de los animales lo tendió a esperar la noche fría.
En ese pesebre de Belén, en una aldea judía. Un pesebre pobre y viejo, pero que sirvió de cama a sus moradores, como sirve esta calle real y su frío pavimento para acoger a tantas madres pobres. Y a tantos niños somnolientos y desnutridos.
Porque son más las madres indígenas las que vienen por una caridad, por una limosna.
Y el 24 y el 31 decembrinos manos amigables llegan en sus unidades móviles y les entregan comida y cobijas y lo que puedan.
Y el 24 y el 31 decembrinos manos amigables llegan en sus unidades móviles y les entregan comida y cobijas y lo que puedan.
Esa es la solidaria Orizaba.
Hace un tiempo de otro año, narré como una madre indígena deambulaba extendiendo la mano. Al lado jalaba a un niño, su hijo, medio harapiento. Me acerqué y le di la ayuda. Y la vi seguir caminando por esos caminos de la pobreza, los que aún no desaparecen de este México nuestro donde vemos pocos ricos y muchos pobres.
La madre jalaba al niño. A cada paso, a cada persona extendía la mano por la caridad.
Y solo pensé qué pensaría el niño, de escasos 5 años. Qué pensaría ver a su madre pidiendo ayuda, cuando a esa edad muchos de esos niños, o todos, deben estar en sus casas con sus alimentos y cobijas, algo que el Estado no ha podido dar aunque ahora su nuevo presidente dice que lo logrará, y ojalá Dios le ilumine y lo logre.
Y solo pensé qué pensaría el niño, de escasos 5 años. Qué pensaría ver a su madre pidiendo ayuda, cuando a esa edad muchos de esos niños, o todos, deben estar en sus casas con sus alimentos y cobijas, algo que el Estado no ha podido dar aunque ahora su nuevo presidente dice que lo logrará, y ojalá Dios le ilumine y lo logre.
¿Qué pensaría ese niño?, me pregunté. Cuando creciera y echara el calendario a los años atrás viendo a su madre mendingar ayuda.
La temperatura a cielo abierto era de 10 grados. Muy orizabeña. Muy típica de esta zona. La neblina londinense casi a los pies. Hubo años en que la neblina no dejaba ver dos pasos adelante. Había que extender la mano para no chocar con otro peatón. Eso fue hace 40 años. Ahora ya no, habrá que culpar al Cambio Climático.
Pero estaba en ese niño. En ese chiquillo semi descalzo que apurado se cubría del frío, para el que no hay Reyes ni juguetes de tiendas elegantes en las plazas. Ni existe Santa Clós ni Melchor y sus cuates, Quizá él y su madre se conformen con un pedazo de pan o un poco de leche. O algo con qué abrigarse y pasar la noche.
EL FRIO QUE CALA
Ayer mismo, en el orizabeño crucero de San José hay tres niños que piden dinero a los automovilistas. Con su cara de inocencia agitan una charola de plástico. Le ves a los ojos y en ellos se les ve la ternura. Allí están a la intemperie, en esta llovizna de chipi chipi aguantando con estoicismo el mal tiempo por hacerse de unas monedas que muy seguramente su padre o madre les confiscan.
EL FRIO QUE CALA
Ayer mismo, en el orizabeño crucero de San José hay tres niños que piden dinero a los automovilistas. Con su cara de inocencia agitan una charola de plástico. Le ves a los ojos y en ellos se les ve la ternura. Allí están a la intemperie, en esta llovizna de chipi chipi aguantando con estoicismo el mal tiempo por hacerse de unas monedas que muy seguramente su padre o madre les confiscan.
Pero son ellos los que le dan vida a los cruceros peatonales. Son ellos los que nos reflejan y nos llevan a recordar el cuento de Charles Dickens.
Va la historia: en el Londres de Dickens (1843), un viejo muy trabajador pero muy avaro, malvado y tacaño, muy rico, víspera de Navidad se le apareció un fantasma, que era su mejor amigo. Le cuenta que por haber sido avaro toda su vida carga cadenas por una eternidad. Y lleva al viejo Scrooge a escoger entre el bien y el mal, y a celebrar Navidad. Y comienza la ayuda a su empleado, que tiene un hijo enfermo y moribundo y las historias de lo que ocurre por ser bueno. Cambia su vida, para bien.
Uno tiene que darles ayuda. Escasamente se les ve sonreír. Han perdido la sonrisa de niños, esas que nosotros vemos en nuestros hijos o nuestros nietos o nuestros pequeños familiares cercanos. Ellos no están arropados en sus cómodas camitas y no gozan de lo mucho o de lo suficiente que otros han tenido. Sienten el frío que pega en el amanecer de esas calles. Es nuestra obligación darles algo en estos tiempos.
Convertirnos en Buenos Samaritanos. (La Parábola del Buen Samaritano es una de las más conocidas de las parábolas de Jesús, relatada en el Evangelio de Lucas, capítulo 10, versículos del 25 al 37. La parábola es narrada por Jesús a fin de ilustrar que la caridad y la misericordia son las virtudes que guiarán a los hombres a la piedad y la santidad).
La solidaridad es todo. Cuento un pequeño ejemplo:
“Hace algunos años, en los paraolímpicos infantiles de Seattle, nueve concursantes, todos con alguna discapacidad física o mental, se reunieron en la línea de salida para correr los 100 metros planos. Al sonido del disparo todos salieron con gran entusiasmo de participar en la carrera, llegar a la meta y ganar. Todos, es decir, menos uno, que tropezó en el asfalto, dio dos maromas y empezó a llorar. Los otros ocho oyeron al niño llorar, disminuyeron la velocidad y voltearon hacia atrás. Todos dieron la vuelta y regresaron,... todos.
“Hace algunos años, en los paraolímpicos infantiles de Seattle, nueve concursantes, todos con alguna discapacidad física o mental, se reunieron en la línea de salida para correr los 100 metros planos. Al sonido del disparo todos salieron con gran entusiasmo de participar en la carrera, llegar a la meta y ganar. Todos, es decir, menos uno, que tropezó en el asfalto, dio dos maromas y empezó a llorar. Los otros ocho oyeron al niño llorar, disminuyeron la velocidad y voltearon hacia atrás. Todos dieron la vuelta y regresaron,... todos.
Una niña con Síndrome de Down se agachó, le dio un beso en la herida y le dijo:
“Eso te lo va a curar”.
“Eso te lo va a curar”.
Entonces, los nueve se agarraron de las manos y juntos caminaron hasta la meta”.
Comentarios: haazgilberto@hotmail.com
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